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HIMEJI – NARA

Otro días más de viaje y otro traslado más. Desde que Isaac había tenido los vértigos ya todo era diferente… Lo que en un principio era una aventura, ahora ya me parecía una pesadez, solamente pensaba en las pesadas maletas… Ahora viéndolo en retrospectiva creo que me atormentaban y todo, era pensar en ellas e inmediatamente empezaba a sudar… Pero claro, ni me atrevía a decírselo a Isaac en ese momento ¡solo faltaba! Así que con ánimo y buena cara bajamos a desayunar.

Cuando llegamos al comedor, allí no había ni un solo turista, todos eran japoneses… Nos dimos cuenta inmediatamente de que Himeji era una ciudad de turismo diario, pero que nadie hacía noche allí como habíamos hecho nosotros. Además, no solo nos dimos cuenta por ser los únicos en el comedor, si no que también el desayuno nos lo indicaba: pescado ahumado, sushi, algas… Isaac y yo nos mirábamos en silencio, como diciendo, ¿qué vamos a comer? Agradecimos enormemente que hubiera una  pequeña sección con pan de molde, mermelada y cereales, ya que si no fuera por eso, no hubiéramos aprovechado el desayuno. Recuerdo que en ese momento, justo al lado del pan de molde, había una pequeña nevera con unos envases pequeños que se parecían a las tarrinas de los helados, lo que yo deduje que serían yogures. Me apetecía tanto en aquel momento comerme un yogur que estaba emocionada y todo. Pero como en Japón hasta con el más mínimo detalle te puedes llevar una sorpresa, cuando lo abrí me encontré que en el interior había habas fermentadas que tenían un moco pegajoso… ¡Qué decepción pillé! Isaac no paraba de reírse mientras yo miraba aquellas habas… Como ya tenía el envase abierto me entró la curiosidad de conocer el sabor de aquello, así que me metí una cucharada en la boca ¡qué malo que estaba! ¡Madre mía!

Después del fantástico desayuno, me enfrenté a mi tormento, las maletas… Pero esta vez ya iba más preparada. Me puse bien fresquita, de manga corta, a pesar de que eran las ocho y media de la mañana y con energía empezamos a caminar hacia la estación.  A mitad de camino Isaac me insistió en que quería tirar de su maleta, que se encontraba mejor (lo que era cierto) y yo esta vez le dije que sí, para ser sinceros necesitaba su ayuda, porque veía que me costaba mucho tirar yo sola con todo y ya veía que la situación se iba a invertir, que la que se iba a encontrar mal iba a ser yo…

Cuando llegamos a la estación, nos encontramos con que la gente estaba parada mirando las pantallas de la estación y es que al parecer estaban avisando de que se había producido otro terremoto en la isla sur del país, esa isla a la que nosotros no pudimos ir porque hacía un par de semanas había habido un terremoto bastante fuerte… En ese momento nos dimos cuenta de la suerte que estábamos teniendo, ya que ¡nosotros nos íbamos librando de todo! Aunque no fuéramos conscientes de ello, la suerte nos acompañaba…

Nuestro siguiente destino iba a ser Nara, una ciudad pequeñita, pero con encanto. Por este motivo, por lo pequeña que era Nara, la línea Shinkansen no llegaba a la ciudad, por lo que nos subimos a un tren regional que tenía asientos libres. ¡Qué ilusión nos hizo esto! Pudimos disfrutar tranquilamente del viaje, llevando el equipaje con nosotros, bien controlado y sin preocuparnos de la gente, del agobio…

Después de una horita en el tren, llegamos y tampoco tuvimos problema por el traslado al hotel, porque en Nara el hotel que habíamos reservado ¡estaba justo en la estación! ¡Sí, como lo leéis! Salimos del andén y en uno de los laterales había un ascensor que te llevaba a la recepción del hotel.  Este hotel se llamaba Nara JR hotel y era un hotel que pertenecía a la empresa de ferrocarriles más famosa de Japón. Esto en España no lo tenemos, pero como allí se utiliza tanto el tren y la vida se hace alrededor de las estaciones, pues consideraron que sería un buen negocio ¡y no se equivocaron!

Al igual que nos había pasado los días anteriores, no podíamos hacer el check-in hasta la tarde, así que cogimos lo imprescindible y nos pusimos en marcha para conocer la ciudad, pero antes decidimos hacer una parada técnica para comer. Aprovechando que en la estación había muchos locales, ya no buscamos mucho y fuimos a un restaurante que tenía comida bastante apetecible, después del mega desayuno que me había pegado, ¡espaguetis!

Cuando terminamos de comer preguntamos cómo podíamos ir a la zona más turística de la ciudad, en una oficina de turismo. Afortunadamente, al lado de la estación estaba la estación de autobuses y nos aconsejaron que, por la distancia que había hasta la zona que queríamos visitar, fuéramos en autobús. La verdad que no nos lo pensamos mucho… Quizás otras veces nos hubieran venido las ganas de probar de ir caminando, pero esta vez decidimos ir a lo práctico.

Nara había sido la primera capital de Japón establecida en el año 710 y también había sido sede del gobierno, pero a medida que las ambiciones políticas crecieron, en el año 784 se decidió que esta capital debía de ser trasladada a Nagaoka. Esta ciudad es conocida por tener los templos más impresionantes del país y nosotros esa tarde queríamos visitar el templo  Kasuga Taisha, el templo más alejado de todos.

Cuando llegamos a la zona de los templos la cara se nos iluminó, porque nos encontrábamos en plena naturaleza, en el inicio de un bosque lleno de secuoyas japonesas, con grandes senderos que se adentraban en el bosque y repleto de ciervos que campaban a sus anchas. Los animales estaban libres y no eran asustadizos, no veían a las personas con miedo, más bien al contrario, asociaban a las personas con comida y era normal que vinieran hacia a ti.

Isaac instintivamente se lanzó hacia ellos, aunque seguía algo mareado, los ciervos le ayudaban a animarse y olvidarse un poco de “su tema”. Todo el mundo hacía lo mismo, se acercaba primero a los ciervos antes que ir a visitar los templos y era muy gracioso porque como llevaras algo de comida ¡te perseguían y todo! Tenían el sentido del olfato muy bien agudizado.

Una vez les dimos cariño en abundancia nos adentramos en el bosque. Era un sendero muy bonito, porque tenía lo que yo llamo “farolas de piedra” de  1 metro de altura, que estaban cubiertas de musgo, en dónde se ponían velas para poder iluminar el camino. Yo me imaginaba lo bonito que debía ser caminar por allí de noche, con todas las velas encendidas… ¡qué bonito!

El templo que íbamos a visitar, el templo Kasuga Taisha, estaba dedicado a la deidad responsable de la protección de la ciudad. El templo tenía  varios edificios que eran los  santuarios, pero no era por esto por lo que Kasuga Taisha era famoso, si no por la cantidad de farolillos que tenía en su interior, solo que éstos eran de bronce y colgaban por todo el templo. Según leímos, esos farolillos se encendían dos veces al año, en Febrero y Agosto, que era cuando se celebraba el Festival de la Luz de Nara.

Cuando entramos, lo primero que vimos en el centro fue una Secuoya japonesa gigante, así como los farolillos colgando y el color rojo de las paredes, que predominaba en todos los templos japoneses. El templo era llamativo e impactante, porque no te esperabas todos esos elementos en un mismo espacio.

En una de las salas del santuario que entramos, nos encontramos en una habitación oscura, compuesta por 30-50 farolillos, no sé… Al parecer eran ofrendas que había hecho la gente a cambio de que sus deseos se cumplieran. Me gustó mucho esta sala y aunque no me salían bien las fotos con el móvil (desde que Isaac se había puesto malo había dejado de utilizar la cámara. Como tenía que llevar yo la mochila todo el día, había prescindido de muchas cosas pesadas, entre ellas la cámara…) y no tengo una foto para enseñaros cómo era, os puedo decir que era como de película, de cuento.

Y de nuevo, igual que los días anteriores, aquellos lugares me sanaban el espíritu. No sé si era la paz de los santuarios, el contacto con la naturaleza, el silencio… Pero estar en esos lugares me renovaba… Es algo que me pasó durante todo el viaje, pero que hacía que me sintiera como en casa, en paz…

Cuando terminamos la visita al templo, era obvio que teníamos que regresar a la zona donde se encontraban los ciervos… No exagero si digo que por lo menos estuvimos una hora y media con ellos, dándoles de comer, observándolos, tocándolos y riéndonos de los otros turistas, claro. Los peores eran los chinos, que no sé porqué les tenían un pánico terrible a los ciervos, algunos salían corriendo, saltaban… No sé ¡nos reímos un montón mirando para ellos! Echando la vista atrás, creo que ese día nos pasamos más tiempo con los ciervos que visitando el templo. Alimentar a los ciervos, tocarlos, y perseguirlos por las zonas de césped había sido el mejor momento del día.

Después del momento ciervos, nos fuimos a un quiosco de madera que había en la zona, a sentarnos y a tomarnos un helado tranquilamente. La verdad es que estuvimos muy a gusto allí. El espacio natural que rodeaba los templos era majestuoso, lleno de secuoyas japonesas (desde ese viaje uno de mis árboles favoritos, junto el Jakaranda tree y el Baobab), te relajaba un montón, no parecía que ese espacio formara parte de una ciudad…

Finalmente, a media tarde, decidimos que ya habíamos tenido mucha marcha por hoy, yo estaba algo cansada e Isaac necesitaba tumbarse un rato también. Así que volvimos a coger el autobús de nuevo.  En el autobús recuerdo que me llamó mucho la atención ver a los niños que salían del colegio y se subían solos al autobús. No eran niños de 12-13 años, no, más bien eran de unos ¡5 años! Allí los niños con esa edad ya se movían solos en el transporte público. Era algo que me llamaba la atención enormemente porque en España eso no pasa y lo mejor de todo es que sentía que todos los adultos que estaban en el autobús, estaban pendientes, sin que ellos lo notaran, de que llegaran sanos y salvos hasta su parada… ¡una pasada vamos!

Uno de esos niños me llamó mucho la atención porque nada más subirse al autobús se colocó justo dónde se encontraba el timbre de aviso al conductor y se pasó todo el viaje con el dedo encima de ese timbre, preparado para tocarlo cuando llegara a su parada. Estaba petrificado, allí parado, atento y listo para que no se le pasara la parada ¡qué gracioso!

Cuando llegamos al hotel, nos duchamos y nos cambiamos. La verdad es que llevábamos todo el viaje pasando mucho calor… Pensábamos que con ropa de primavera gallega íbamos a estar bien y allí el tiempo era literalmente de verano, nos equivocamos totalmente.

Con el pijama puesto, recuerdo que me senté en la cama y me puse a mirar por la ventana de la habitación cómo anochecía… La habitación que nos habían dado se encontraba en un 13º piso y desde allí se veían las vías del tren. Me quedé un buen rato mirando como llegaban y salían los trenes de la estación, a los otros edificios altos que rodeaban la estación… Eran unas vistas muy chulas la verdad. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que el viaje se estaba acabando y sentía que no quería irme de allí. Tal era la paz que estaba encontrando en Japón, que no quería que eso se fuera de mi interior y tenía la certeza que en cuanto regresara a casa, eso se volatilizaría de una manera tan rápida que no me daría cuenta de la transición… Sin embargo, todavía tenía un poquito más de tiempo antes de que el viaje terminara, por lo que tenía que disfrutar lo máximo que pudiera de la vivencia…

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